Lectura quincenal

noviembre 22, 2009
Tiempo, calma y silencio

Laura Gallego García


Llego con retraso, lo sé. No es sólo a causa del mal tiempo, es que me ha costado Dios y ayuda encontrar este lugar, a pesar de que las indicaciones parecían claras y precisas. Me pasé el desvío, y mira que lo andaba buscando. O, mejor dicho, andaba buscando una carretera, no un camino de cabras cerrado por una valla y casi comido por la vegetación.
La lluvia no ha facilitado las cosas tampoco. No es una tormenta ni nada parecido, sólo una lluvia fina e incómoda. Pero la humedad cala hasta los huesos, las nubes son bajas y de un color gris plomizo, y hay bastante niebla. Un día encantador, vaya.
Esto no va a afectar a mi valoración de la finca. Tengo demasiada experiencia en este trabajo como para dejarme desanimar por un día tristón. Sé de sobra que tarde o temprano saldrá el sol, simplemente hay que tener un poco de imaginación y visualizar el lugar con un poco menos de humedad y un poco más de colorido.
Por el momento, sí parece claro que habría que despejar la maleza del camino. Mi vehículo avanza lenta y pesadamente, aunque eso se debe también al barro que se pega a las ruedas. También sería necesario asfaltar esto y convertirlo en una carretera decente. Demasiados cambios, y ni siquiera he visto la casa todavía.
Tuerzo a la derecha y de pronto la finca aparece ante mí, oscura y lúgubre, como todas las casas antiguas un día de lluvia. A simple vista parece más grande de lo que imaginaba, y está bastante bien conservada. En esto, la agencia no me engañó: las fotos eran actuales.
Aparco el coche frente a la entrada, al lado de un Mégane de color vino y una furgoneta gris. Como suponía, me estaban esperando.
Bajo del coche, me echo sobre la cabeza la capucha del abrigo y me dirijo a paso ligero hasta el porche, donde me esperan dos hombres. A uno lo conozco. Es Mario Aguilar, el de la agencia. Un tipo joven y entusiasta, pero bastante competente. El otro rondará los cuarenta y muchos, y es un individuo bajo y corpulento, que está empezando a quedarse calvo. Parece muy nervioso. Supongo que no se siente a gusto con la idea de vender una propiedad que ha pertenecido a su familia durante tantas generaciones. De todas formas, en la agencia me dijeron que no soy el primero al que se la enseñan.
—Señor Correa —saluda Aguilar alegremente, estrechándome la mano con energía—. ¿Le ha costado encontrar el sitio?
—Un poco, sí —reconozco—. La carretera está bastante escondida.
Centro mi atención en el dueño de la casa, que se presenta como Pedro Gutiérrez.
—Daniel Correa —respondo—. Un placer.
—¿Entramos?
Realizamos con cierta rapidez la visita de rigor. No porque no haya nada que ver, sino porque yo sé exactamente qué es lo que estoy buscando. Para cuando bajamos de nuevo al vestíbulo, me he hecho una idea bastante precisa de la situación.
Es una casa grande y bien distribuida. Ya lo sabía por los planos, pero me ha gustado ver que las habitaciones tienen el tamaño adecuado, ni muy grandes, ni muy pequeñas. Hay un cuarto de baño en cada planta, el salón es lo bastante grande como para instalar un pequeño comedor y la chimenea está en buen estado. La casa tiene un serio problema de cañerías, como era de esperar, pero nada que no pueda arreglarse. Lo cierto es que es exactamente lo que estaba buscando.
—¿Y bien? —sonríe Aguilar—. No todos los días se encuentran fincas de esta antigüedad y tan bien conservadas, ¿no es cierto?
—No —reconozco—. Pero aun así, habría que poner calefacción central, cambiar las cañerías, reformar la cocina y los baños, restaurar las baldosas de los suelos, renovar todo el mobiliario... ah, y arreglar el tejado: tiene goteras.
—Nada que no haya que reformar en cualquier finca de estas características, como ya sabrá usted —replica Aguilar, impertérrito—. Si lo desea, podemos darle un margen de un par de días para pensarlo; pero ya hay otras personas interesadas en visitar la propiedad.
Lo dudo mucho, pero le sigo el juego y adopto una expresión poco convencida.
—Parece que ya no llueve —prosigue Aguilar, echando un vistazo por la ventana—, pero el cielo está cada vez más oscuro. Más vale que aprovechemos para marcharnos ahora, no sea que nos pille el chaparrón.
Reacciono.
—¿Ya? Si sólo hemos visto la casa. Me interesa visitar también la parcela. Veinte hectáreas, según la información que me facilitó.
Gutiérrez, que ha permanecido callado como un muerto durante toda la visita, da un respingo.
—¿La parcela? —repite, receloso—. ¿Para qué quiere verla?
Me esfuerzo por no mirarlo como si fuera tonto.
—Porque estoy interesado en adquirir toda la propiedad, no sólo la casa —le explico pacientemente.
—Bueno, pero hace un mal día, y estará todo el suelo embarrado —replica Gutiérrez, cada vez más nervioso.
—Llevo calzado adecuado —contesto, señalando mis botas de montaña.
—Ahí no hay nada que ver. Sólo hay un bosque, y ya está.
—¿Un bosque? —repito, lanzando una mirada de reproche a Aguilar; no me había contado que la parcela contenía terreno forestal.
—Sí, y bastante tupido —asiente Gutiérrez, animado por mis dudas—. No vale la pena adentrarse en él.
—Bueno, pero aun así quiero verlo. Necesito saber si podría contar o no con ese terreno.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere hacer con él?
—Bueno, depende de lo grande que sea la superficie aprovechable, y de cómo esté distribuído. Pero, de entrada, necesitaría un pequeño parking y una piscina. Y si es posible, una zona de juegos infantiles.
—¿Una piscina? No sabía que las casas rurales tuvieran piscina.
—Las mías, sí la tienen.
Estoy empezando a impacientarme. No quiero que se me note demasiado que hace tiempo que le tengo echado el ojo a esta región, y que por el momento esta es la única casa que me convence, de todas las que he visto. Normalmente el juego consiste en que ellos intentan venderme la casa, y yo remoloneo y pongo pegas para que mejoren la oferta. Me resulta extraño que sea el dueño el que ponga pegas. Me obliga a mostrar interés, y eso no es bueno.
—Vayamos a echar un vistazo —interviene Aguilar, oportunamente—. Si no le apetece salir, señor Gutiérrez, puede esperarnos aquí; no tardaremos.
Gutérrez reacciona.
—No, no —se apresura a responder—. Voy con ustedes.
Salimos de nuevo al porche y rodeamos la finca. Echo un vistazo a los alrededores. El paisaje es impresionante, un paraíso del senderismo y los deportes de montaña. Ninguna de las casas de campo que he visitado por aquí está tan alejada de la civilización y a la vez tan bien conservada como ésta. Sería una pena desaprovechar el terreno que la rodea. Ya había hecho cálculos antes de venir y, además de todo lo que le he dicho a Gutiérrez, también había añadido por mi cuenta un pequeño camping y un picadero para poder ofrecer a nuestros clientes un servicio de paseos a caballo. Veinte hectáreas dan para todo eso, y aún sobra espacio.
La visión de la propiedad de la finca echa por tierra mis cábalas. El dueño tiene razón: tras la cancela que da paso al terreno adyacente se extiende un verdadero bosque, denso y salvaje. Para que un bosque pueda crecer de esta manera tienen que haberlo descuidado durante décadas. No me explico cómo han desaprovechado así semejante espacio.
—Puf... —resoplo—. Un buen bosque, sí señor. ¿Por qué no me dijeron que se trataba de un terreno forestal?
Aguilar interviene, raudo:
—Es terreno forestal, pero todos los permisos están ya en regla. Por lo visto, hace tiempo que los dueños pensaban arreglar todo esto, aunque por alguna razón abandonaron el proyecto. —Mira a Gutiérrez, que asiente con la cabeza, confirmando sus palabras—. Por lo menos, le ahorraron el papeleo.
—Aun así, será complicado aprovechar el terreno. Talarlo y desbrozarlo todo costará un dineral.
—¿Talarlo? —La voz de Gutiérrez suena de pronto como el chillido de un ratón—. ¡Pero no puede hacer eso! Quiero decir... que el bosque siempre ha estado aquí, es parte de la herencia familiar...
—... pero, si no me equivoco, su familia está dispuesta a desprenderse de esa herencia, ¿no? De lo contrario, no estaríamos hoy aquí.
Gutiérrez deja caer los hombros.
—Sí, pero... en fin, contábamos en que dejarían la parcela como está.
—Así no me sirve para nada, ¿sabe? Si finalmente decido adquirir la finca, será porque voy a remodelar todo esto. Si fuera un bosque un poco menos... impenetrable, por así decirlo, se podrían acondicionar rutas para que la gente pasease. Pero desde aquí no se aprecia ni un mísero sendero. Es curioso que lo que hay tras la valla de la finca sea más agreste que el paisaje que la rodea.
Gutiérrez desvía la mirada, pero no dice nada. Aguilar agita el juego de llaves de la finca.
—¿Quiere pasar a echar un vistazo?
—No, déjelo. No sabría por dónde empezar. Llevo calzado de montaña, pero ahí detrás no hay ni sitio para poner los pies, con tanta vegetación.
Gutiérrez murmura algo entre dientes. Ha sonado como “A ella le gusta así”, pero no puedo estar seguro. Es un tipo un poco raro.
—Bien —asiente Mario, guardándose las llaves en el bolsillo de la parka—. En tal caso, creo que está todo visto, ¿no?
Regresamos al porche y nos detenemos allí para despedirnos. Las formalidades de siempre. Estaremos en contacto, ya le llamaré, gracias por venir... Nos estrechamos las manos y cada cual se dirige hacia su vehículo.

Para leer la continuación, pinchar aquí (Lecturas -> Tiempo, calma y silencio)

1 comentario:

  1. Vaya pues está chachi.
    Hala, ya tengo otro motivo más para estar con la cara pegada al ordenador. Te parecerá bonito ¬¬

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