Lectura quincenal

enero 16, 2011
Todo lo que queda es el amor

Agustín Fernández Paz

Lo que quiero contar ocurrió en el verano de 1968, tenía yo entonces diecisiete años. Trabajaba en el negocio de los Bordelle, el único taller de coches que había en el pueblo merecedor de tal nombre. Llevaba ya más de un año en él, y me sentía muy orgulloso de poder ayudar en casa con mi paga semanal. Ahora sé que aquel año sucedieron muchas cosas importantes en el mundo, y que en ciudades como París o Praga la gente de mi edad estaba haciendo la revolución por las calles, pero en aquel tiempo yo ignoraba todo eso. [...]
Abandoné la escuela a los trece años, pues en mi casa dijeron que ya no era un niño y no necesitaba aprender más. El maestro de la clase de los mayores estaba medio sordo, pero era una buena persona y me tenía aprecio. Siempre me decía que debía seguir con los estudios y
matricularme en bachillerato por libre, tal vez porque veía que me gustaba mucho leer y no se me daba mal escribir. Pero, tal como estaban las cosas, era como si ahora le dices a un niño que tiene que viajar a la Luna en un cohete espacial. ¡Una locura! En aquella época, los pobres teníamos claro lo que nos esperaba, y a estudiar solo iban los pocos que eran de casa rica. La mayoría de los chicos, al cumplir los quince años, buscábamos un lugar donde ganar algún dinero y aprender un oficio, así estaban las cosas. No es que me queje; el pasado, pasado está, y no se arregla nada con lamentaciones. [...] A mí siempre me habían gustado los coches y me encontré a gusto en aquel trabajo desde el primer día, pues era hábil y aprendía rápido. Y el señor Ramón, el mayor de los Bordelle, que dirigía el taller, estaba cada día más satisfecho con mi trabajo. Ya hablaba de pagarme como a los otros mecánicos, y no dejaba de repetirme que «tenía futuro» en el negocio de los coches.
Laura era la hija más joven del señor Ramón. Tenía un año menos que yo y la conocía de toda la vida; estaba harto de verla por la calle desde que era una niña con las piernas tan delgadas que la llamábamos «La Popotitos», por una canción que cantaban los Teen Tops y que entonces sonaba con frecuencia en la radio. Al cumplir once años, la mandaron interna a Coruña, con las monjas, a estudiar bachillerato; debió de ser la primera chica del pueblo que se marchó a estudiar fuera. Fue entonces cuando le perdí la pista. Supongo que volvería en vacaciones, pero alternaría con el grupo de los veraneantes; los que éramos pobres no teníamos ningún tipo de roce con esa gente. Lo cierto es que no volví a fijarme en ella hasta aquel verano, cuando su cuerpo cambió y se transformó en una chica tan deslumbrante que llevaba tras ella todas las miradas.
Algunas veces venía por el taller, casi siempre para pedirle dinero a su padre, y a mí me resultaba imposible apartar los ojos de ella, me parecía la chica más hermosa que había visto nunca. Debía de haber pasado el mes de julio en la playa, una costumbre que entonces comenzaba a ponerse de moda entre la gente rica, y estaba bronceada como las chicas que solo se veían en el cine o en las revistas. Ella ni se fijaba en mí, por supuesto; yo no era más que un simple empleado que se movía entre los coches con las manos manchadas de grasa.
[...]
Entonces todavía se hacían verbenas en la calle, y todo el mundo acudía, pobres y ricos, aunque seguía existiendo una barrera invisible que mantenía a cada uno en su lugar.
La última noche de verbena vi a Laura con sus amigas, sentadas en la terraza del casino. Resplandecía, no exagero, todavía la estoy viendo con aquel vestido blanco que llevaba y que hacía resaltar tanto su piel morena. El casino era un territorio que no me correspondía, sabía perfectamente que las chicas de buena familia o las veraneantes no se relacionaban con nosotros. Aun así, me armé de valor y me acerqué a donde estaban. Las amigas intercambiaban miradas de asombro, pues también ellas eran conscientes de que yo estaba violando una ley no escrita, pero no les hice caso y concentré mi mirada en los ojos de Laura.
—¿Quieres bailar? —le pregunté.
Antes de que abriera los labios ya supe que me iba a decir que sí, se lo noté en la mirada que me dirigió. Yo entonces era un joven guapo y apuesto; vestido con mi mejor ropa, como la que llevaba aquel día, no tenía nada que envidiar a los señoritos que se pasaban todo el día sin dar golpe.
Abandonamos la terraza y bajamos a la alameda. Bailamos una canción, y otra, y otra más, perdiéndonos entre las parejas que llenaban el espacio de la verbena. Los dos éramos bastante habladores, y no tardamos en sentirnos atraídos. Se acordaba de mí, me sorprendió saber que guardaba la imagen de cuando yo era un niño. [...] En algún momento le comenté lo de la lluvia de estrellas fugaces. Por la mañana había leído en el periódico un reportaje que me había llamado mucho la atención, pues explicaba lo que sucedería con todo detalle. Aquella noche era la del once de agosto, cuando se produce ese fenómeno que la gente conoce como «las lágrimas de San Lorenzo». Las llamamos estrellas fugaces, pero no son más que partículas abandonadas por un cometa en su viaje eterno por el espacio. Polvo de cometa, diminutos fragmentos que se ponen incandescentes al entrar en la atmósfera y brillan por unos instantes, mientras se queman hasta desintegrarse. Laura, que nunca las había visto, se mostró interesadísima e insistió una y otra vez en que le encantaría verlas.
Así que nos alejamos de la fiesta y nos fuimos hasta la robleda que está a la orilla del río, un lugar al que no llegaban las luces de la verbena. Y sí, aquella noche vimos las estrellas fugaces que cruzaban el cielo oscuro, los dos apoyados en la barandilla, con Laura entusiasmada por el espectáculo y yo fascinado por el aroma dulcísimo que ella desprendía. En algún momento la
rodeé con mis brazos y le di un beso, tan fugaz como el paso de las estrellas, y Laura me correspondió con un beso tímido. Tras aquellos besos inocentes, fuimos descubriendo juntos otros más apasionados. Y nos abrazamos, nos abrazamos como si estuviéramos solos en el mundo y la robleda fuera un espacio situado a más de mil kilómetros de cualquier ser humano. [...] Regresamos a la fiesta varias horas después, cuando la orquesta ya tocaba las últimas canciones y los bares estaban recogiendo las mesas para cerrar. La terraza del casino aparecía desierta, sus amigas debían de haberse marchado hacía tiempo. Acompañé a Laura hasta su casa, sin parar de hablar en ningún momento. Nos sentíamos felices y a los dos nos brillaban los ojos, como si aún se reflejase en ellos la luz de las estrellas que habíamos visto poco antes. Nos despedimos con un beso, y con la promesa de volver a vernos al día siguiente.
Dormí poco aquella noche, pues me levanté temprano para ir a trabajar. Cuando apenas llevaba una hora en el taller, el señor Ramón me llamó a su despacho. Pensé que sería para algún trabajo que me querría encargar, pero en cuanto vi cómo cerraba la puerta, me di cuenta de que el asunto iba a ser más serio. Me miraba fijamente con expresión dura y con un brillo raro en los
ojos.
—Me han contado que ayer estuviste en la verbena con mi hija. ¿Es eso cierto?
Respondí que sí. No tenía sentido negarlo, debía de habernos visto juntos más de medio pueblo.
—Pues como te vuelva a ver con ella, te doy tal ración de hostias que no te va a reconocer ni la madre que te parió. ¡Estás avisado!
Me quedé sin habla, lo que menos me esperaba eran aquellas palabras. Estaba tan cortado que no supe cómo reaccionar. Cuando ya me retiraba, avergonzado y confuso, el hombre añadió con clara voz de desprecio:
—Recoge ahora mismo tus cosas. Pasa por la oficina y que te den la paga que te corresponde de lo que llevamos de mes. Y mañana no vuelvas, no quiero volver a verte nunca más por el taller.


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